«Lo que fue no lo sabemos, a pesar de los documentos, que ni están todos los que fueron ni dicen tampoco toda la verdad… me duele –no España como a don Miguel- sino el miedo en el que la mayoría vive inmersa sin darse cuenta o sabiéndolo. ¿Miedo a qué? ¿A la policía? Sólo en ínfima parte. Miedo a no saber lo que son. Pavor del anónimo y ese orgullo que les sale por todos los poros. Quedan las piedras, los paisajes, los cuadros, la poesía –y el comer, más que el beber, a más no poder-; y una minoría para contraste y unos viejos que recuerdan su juventud sin que pueda saberse si se engañan o no.»
Max Aub, 1969
«Creo que es al revés: que estamos todos “encantados”, sometidos a un encantamiento. Deambulamos… en un inmenso centro comercial… movidos por tripismos, por condicionamientos impuestos; pero aquí, y como siempre, la verdadera vida está ausente.»
Eduardo Haro Ibars, 1979
En 1969 el régimen franquista permitió el retorno a España al escritor Max Aub. Durante los dos escasos meses en los que permaneció en la Península, el director de la compañía teatral El Buho se entrevistó con numerosas personas con el fin de intercambiar impresiones sobre la España de aquellos años hasta llegar a una triste conclusión expresada de formas muy diversas a lo largo de su libro La gallina ciega: el gran logro del régimen autoritario salido de la Guerra Civil había sido la construcción de una sociedad donde la mayoría de la generación nacida durante o justo después del conflicto había quedado atrapada en la condescendencia hacia la dictadura, donde la mayoría no pronunciaba “ni una palabra contra el régimen, ni una a favor”, quienes no callaban “por callar sino porque no ten[ían] nada que decir”. Y concluía, con su consabida sorna, con la impresión de que aquella generación de los que serían padres de la Transición habitaba el mundo creyéndose “libres porque pod[ían] escoger, el domingo, entre ir a los toros o al fútbol”.
Desde el conocimiento de los hechos que nos da haber sobrevivido a Max Aub es posible matizar la dura interpretación realizada por el escritor valenciano, incluso de abrigar la idea de que su juicio, como el de otros tantos exiliados españoles, tiene algo de la justificación de quien tuvo el dudoso privilegio de padecer el franquismo más allá de los Pirineos. Con todo, sus reflexiones sobre el régimen de memoria que privilegiaba la evocación de la modernización económica frente al recuerdo incómodo por ir a contracorriente de la épica del progreso, no sólo son pertinentes para reflexión historiográfica sino que parecen disfrutar de una actualidad siquiera soñada por una dictadura; una dictadura que en la década de los años 60 había afianzado su legitimidad, ya no tanto en la victoria incondicional sobre la Segunda República, sino ante todo en la eficiencia económica. Como se encargaría de denunciar desde la revista Triunfo Eduardo Haro Ibars, uno de los escritores “malditos” de la Transición, diez años después de la visita de Max Aub, el relato épico de la modernización no sólo seguía gobernando la vida de los españoles, sino que se estaba actualizando tras la muerte del dictador con otras narraciones heroicas sobre nuestra capacidad para modernizar también las instituciones políticas en una ejemplar transición hacia una democracia que nos colocaba a la altura de los países más avanzados de la tradición occidental.
En suma, transcurridas algunas décadas desde que el escritor valenciano recorriese con sorpresa esa España convertida en “un conglomerado de seres que no saben para qué viven ni lo que quieren, como no sea vivir bien” o de que el articulista madrileño argumentara que los “polluelos sordos” de la transición nos estaban “haciendo[…] creer que nuestro voto es importante”, la historia reciente de España como narración épica del progreso social y político parece erigirse en memoria hegemónica, resistente incluso al potencial descrédito del vendaval producido por la presente crisis económica.
Hay que rastrear los orígenes históricos de este relato de pretensión colonial por cuanto ha contribuido a relegar en el recuerdo, cuando no a silenciar, las memorias y la subjetividades de quienes también fuimos antaño: un país de derrotados en una guerra; un país de campesinos condenados a un éxodo rural sin parangón en Europa Occidental; un país de exiliados y emigrantes que alimentaron el desarrollo intelectual y productivo de terceros; un país de anarquistas, en fin, un país donde la memoria hegemónica ha producido personalidades que reprimen su propia subjetividad de antaño como vencidos, campesinos, exiliados o emigrantes. Habremos, por tanto, de abordar la construcción de la identidad “desconocedora” que a finales de la década de los sesenta sorprendía al escritor valenciano, sin caer al mismo tiempo en un enfoque romántico que pretenda encontrar una memoria originaria, anterior a la colonización del recuerdo hegemónico. Para ello, hay que desaprisionarnos de la gran epopeya elaborada por los hijos de la guerra o los padres de la Transición, con el objeto de denunciar la epistemolología realista que alimenta su poder colonizador. Podremos así reflexionar sobre las subjetividades a las ha dado lugar ese poder-conocimiento historiográfico; subjetividades que oscilan entre la que encarna el ciudadano épico, persuadido en distintos grados por la historia mítica, y la que se sustancia en el ciudadano romántico, encantado con la posibilidad de conocer el pasado “precolonial” sin reconocer que dicho saber está ya contaminado por cinco décadas de vigencia de la verdad histórica hegemónica. Entre ambos polos hay otras subjetividades que recuerdan sin replicar automáticamente el relato colonizador o sin dejarse tentar por la sirena que canta a favor de una memoria mistificadora alternativa a la hegemónica. Estas subjetividades intermedias son ejemplos de que siempre hay un espacio para apropiarse de las narraciones colonizadoras rescribiendo en ellas la marca propia sin caer en el mito del retorno a un lugar precolonial.