El concepto “humanidades” refiere un corpus de conocimiento -generalmente opuesto al conocimiento técnico o científico- integrado por “saberes” específicos como la historia, la literatura o la filosofía. En el discurso ilustrado y sus sucesivos ecos hasta la actualidad, este repositorio de conocimientos, digundido a través de la educación, contribuye a la emancipación de la personalidad humanda. Se trata, en el marco de este discurso, de un conocimiento funcional en una sociedad de la que se espera que avance firme en una imaginada línea de progreso eterno. La adquisición de saberes humanísticos a través de la educación dota a los individuos (protagonistas de la modernidad occidental, al menos en la mente de panfletistas e intelectuales) de una identidad que resulta vital para habilitar la personalidad política. Fértil contradicción esta que confronta el sueño monstruoso de los prescriptores de opinión que imaginan individuos portadores de derechos con una realidad en la que la educación/socialización a través de relatos (humanidades, es decir, historia, filosofía, literatura) proporciona una identidad. Identidad es reconocimiento, adhesión, sentimiento de pertenencia, capacidad de reflexión sobre el mismo, posibilidad de extraer consecuencias políticas de tales sentimientos. Los individuos no pueden existir fuera de tramas identitarias y éstas se tejen y dirimen en el ámbito de las humanidades. De ahí su relevancia. No hay política sin humanidades.
Desde hace ya algún tiempo se ha instalado en sociedades como la nuestra la idea de que las humanidades están en crisis porque, por ejemplo, una educación superior crecientemente mercantilizada como la que postuló la reforma universitaria de Bolonia, no deja espacio al estudio de las disciplinas humanísticas. Esto redundaría, de acuerdo con quienes han pergeñado esta crítica, en una pérdida generalizada de la calidad de nuestras democracias, puesto que los ciudadanos, cada vez menos informados, verán mermados los instrumentos necesarios para la deliberación y el juicio político, sus discursos empobrecidos y sus desempeños embrutecidos por no haber leído en su día a “los clásicos”. Pero además, los ciudadanos “perderán en identidad”, que como mencioné no es solo reconocimiento o adhesión, sino también capacidad para la autocrítica y para la elaboración compleja de una política atenta a lo relacional, una política de los ciudadanos.
El problema con las humanidades, su vigencia o su desprestigio en la actualidad, procede de un concepto de educación vinculado a un cierto ideal de ciudadanía que es, como tantas otras cosas, de raíz ilustrada. Este concepto ha sido puesto en solfa, del mismo modo que parece funcionar de manera muy problemática aquel ideal de ciudadano juicioso y equilibrado como horizonte de progreso y libertad. Cuando se educa en humanidades ¿qué se pretende enseñar? ¿Cuál es la aspiración? Resulta cada vez más difícil creer que se busca la adquisición de un conocimiento estático, inmovil y constante, al que generación tras generación dirigimos nuestro interés (o nos lo dirigen). Seguimos leyendo el Quijote y seguimos estudiando el antiguo régimen, pero el Quijote que leemos hoy no es el que se leía en los años treinta del pasado siglo ni el concepto que tenemos de antiguo régimen es el que teníamos hace veinticinco años. Los modos de proceder en el análisis y transmisión de estos conocimientos, la manera en que nos “transforman”, cambia con el curso del tiempo. Adicionalmente, y como novedad, esta evolución está acelerada e “interferida de muerte” por la participación cada vez más masiva de agentes diversos en los procesos de análisis y transmisión. Agentes que se caracterizan por no proceder de los ámbitos tradicionales de autoridad en lo que a la producción de conocimientos se refiere.
Nuevos conocimientos se filtran por las rendijas de espacios luminosos como las webs, nuevos debates desbordan los límites de los saberes canonizados como humanísticos. Nuevas formas en definitiva de entender el conocimiento como una experiencia de comunicación masiva y descentralizada exigen una reconsideración de las premisas desde las que es, por lo demás, necesario defender el valor sociocultural de las humanidades no como un nicho de conocimiento arquimédico sino como un espacio también de comunicación y encuentro en el que experimentar con formas de relación ciudadana basadas en la simpatía y el ocio.
No vamos al Quijote siempre con las mismas preguntas. No buscamos en el siglo XVIII una constelación perenne de problemas que respondan a la categoría “antiguo régimen”. Nuestras percepciones y sensibilidades varian, y eclosionan desde que se multiplican las posibilidades de comunicar y debatir, desde que miramos de reojo lo “relevante” y posamos nuestros ojos inquietos en “lo significativo”, aquello que nos aproxima, aunque sea para alejarnos por fin …
Precisamente, hacerse cargo del carácter relacional de la política, contribuir a la forja de identidades políticas consistentes y de alto contenido crítico, exige un esfuerzo continuado y tiene incluso, en contextos tan extraordinarios como los que estamos viviendo en los últimos años, cierto carácter sacrificial. Pero si bien no hay que temer el compromiso, tampoco conviene magnificarlo o permitir que la vida entera gire en torno a él. Por eso movilizar la simpatía y el ocio, combinar la actividad militante con la fiesta, implica encontrar un equilibrio cuyas claves las humanidades ayudan a desentrañar, y ello porque se han construido y se siguen construyendo en actos de comunicación y en procesos de debate y deliberación. No tenemos una única historia, filosofía o literatura, sino una pluralidad de cada una de ellas. Y desde que la autoridad en la producción de saberes humanisticos se va horizontalizando más y más, con claridad mayor se evidencia esta multiplicidad de opciones disponible. Todas esperando ser comunicadas, confrontadas y a la postre remozadas.
Octavio Paz afirmó hacer casi una década y media que: “El futuro ya no es una promesa impenetrable e informe, tiene todas las formas y ninguna”. Nuestras humanidades también tienen todas las formas y ninguna. Y las necesitamos para el futuro.
Noelia Adánez