El género en/de la historia


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La perspectiva de género prorrumpió en el quehacer histórico en torno a los años noventa del siglo anterior. La llamada historia de las mujeres fue sometida a un sesudo análisis por parte de ciertas “científicas sociales” e historiadoras que, asentadas en el psicoanálisis y, en términos generales, en los presupuestos del posestructuralismo, comprendieron que la historia de la mujeres no iba más allá del cumplimiento de un designio autobiográfico que era preciso poner en solfa.

El debate en torno a la naturalización de la categoría mujer que se desencadenó entonces, naturalización a la que se culpaba de contribuir a la postergación y preterición de las mujeres, desplazó el objeto de estudio de la mujer a las representaciones subyacentes a la categorización del orden social en términos de género, es decir, en términos de masculino/femenino y las relaciones construidas entre ambos sexos/géneros.

El posfeminismo y la teoría queer, ya en los años finales del siglo XX y primeros del XXI, han generado una poderosa crítica al esquema de las relaciones de género, centrada en torno a la idea de que éste no habría logrado el desplazamiento definitivo de aquel sujeto de la historia (y las consiguientes disciplinas desigualitarias consustanciales a su existencia), supuesto portavoz de todas las historias posibles y, sin embargo, escasamente representativo de la diversidad consustancial a cualquier orden social: sujeto blanco, de clase media, heterosexual …

Así, el interés por historizar, entre otras cosas, el sexo y la sexualidad (y por extensión el cuerpo), por dislocar el patrón heterosexual que inadvertidamente se filtra y sustenta todas las explicaciones que subyacen al esquema de las relaciones de género, ha sido asimismo desplazado por una aproximación performativa a las prácticas sociosexuales con el propósito de evidenciar el poder de ciertas normas hasta hace poco supuestamente privadas y, por tanto, ocultas –maliciosamente ocultas, si nos ponemos foucoltianos-.

La performatividad en el espacio del cuerpo (la transformación), se ha revelado como un ámbito de resistencia a ciertas maneras de escribir historia que hacen descansar el relato en categorías estables, universales y atemporales (categorías solo parcialmente disputadas de lo femenino). La historia de las mujeres, por ejemplo, como relato histórico prototípico, pierde una parte importante de su sentido al colisionar ahora contra los cuerpos de las mujeres que no se reconocen en esas otras mujeres de las que hablaba la historia. Y, por esa razón, parece que ha llegado el momento de que las historiadoras nos preguntemos cómo conjugar performatividad y relato histórico; cómo traducir en relato la experiencia de quienes operan socialmente con el propósito de alterar, entre otras cosas, [el relato de] la historia.

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