Están locos estos democrátas


15M (2)

El 15 M nació en Madrid en 2011. Desde un primer momento los ojos de analistas, curiosos e informadores, los ojos también de ciudadanos comunes, se posaron con avidez en la Puerta del Sol. Todos buscaban lo mismo. Una explicación. Una denominación. ¿Qué era aquél súbito despertar? ¿Cómo había que interpretarlo? Se habló de indignación, queriendo con esta palabra expresar el sentimiento que amalgamaba esa experiencia colectiva. El movimiento de los indignados. Unas personas indignadas emprendían un movimiento. ¿Hacia dónde? ¿Contra qué? ¿Para qué? Los analistas, maliciosamente críticos y escépticos académicos se deshicieron en admoniciones: no durará; no tendrá consecuencias; no traerá consigo un cambio. El movimiento generalmente se acciona con el propósito de que, en efecto, suceda un cambio. ¿Qué querían cambiar las personas indignadas de 2011? ¿Y por qué pensaban los analistas aviesos, los ciudadanos escépticos y los informadores malhumorados que no lograrían cambiar gran cosa?

 

Querían cambiar la democracia. Un clamor: ¿qué democracia, cuál, a qué se referían? Se quejaban del bipartidismo. Se quejaban de las instituciones. Decían que no les representaban. Que el sistema era un fraude. Como los portadores de los cuadernos de quejas en los inicios de la revolución en Francia, estas personas indignadas se quejaban, exigían, denunciaban, reivindicaban una democracia “real”. De manera que cabe deducir que el cambio que demandaban consistía en convertir un democracia irreal en una democracia real.

 

Si lleváramos esta disquisición al terreno de la filosofía política entraríamos pronto en territorio de idealismos, conceptualizaciones y reconceptualizaciones. ¿Cómo era la democracia de los griegos; qué pensaba sobre la democracia Rousseau? ¿Es compatible el liberalismo con la democracia? ¿Qué es mejor una democracia representativa o una democracia participativa? ¿Son estos dos modelos de democracia compatibles? Mares bravas. Y sus aguas, agitadas por analistas aviesos, ciudadanos escépticos e  informadores malhumorados, se tragaban la marea de fondo que hervía en el corazón de la indignación ciudadana.

 

Para ese tipo de preguntas la indignación ciudadana no tenía ni tiene respuestas a mano. Nosotros tampoco.

 

Y sin embargo, las personas indignadas en movimiento parecían comprender, de un modo intuitivo y convincente lo que era real y lo que no. Y la democracia en España NO era real. Era un fraude, una farsa, un tormento infligido contra ciudadanos que sufrían los efectos devastadores de un seísmo económico y la respuesta insensible, errática y estúpida de unas instituciones que rendían cuentas ante poderes sobre los que los ciudadanos no tenían ningún control. Esa forma de proceder no correspondía a una democracia real. Aquel contexto no se sentía como el de una democracia real. Y esa sensación de estafa caló en la conciencia de las personas indignadas en movimiento provocando una suerte de alucinación colectiva, de visión agregada de las cosas, de locura imperativa. De modo que aunque analistas aviesos, ciudadanos escépticos e  informadores malhumorados insistían en desacreditar la indignación como un leitmotiv político, quienes se encontraban indignados persistieron en permanecer en movimiento como quien en el frío de la noche oscura se empecina en saltar en torno a una hoguera de la que ya solo queda el humo de la brasas.

 

Empecinados. Locos. Quejosos. Cabreados. Reivindicativos. Resolutivos. Inteligentes. Fiesteros. Alegres. Entusiastas. Sediciosos. La plebe. El pueblo. Los ciudadanos. Las masas. Sus movimientos heterogéneos, sus discursos plurales y vívidos, sus apariencias diversas y sus encuentros y desencuentros agitaron el lecho marino. Y activaron las mareas. Y con las mareas empezaron a tener lugar algunos cambios. Y las mares bravas de las preguntas sin respuesta comenzaron a dar paso a la calma, a la reflexión, al diálogo, a la crítica y a las propuestas. Ahora no es urgente distinguir la democracia participativa de la democracia representativa. Ha sido urgente, en los últimos meses, allegar recursos y energías para sacar adelante candidaturas y programas de gobierno. Por más que alguna politicastra sin escrúpulos y con poca sesera se empeñe en decir ahora que quienes han trabajado por inundar de realidad las instituciones son una amenaza para la democracia occidental, no urge aclarar cuál es la genealogía histórica de la tradición de democracia occidental. Ni siquiera es preciso explicar qué es la democracia occidental. Tanto da. La politicastra sin escrúpulos y con poca sesera puede apelar tanto como quiera a la tradición y al dogma, que entre tanto cierta locura democrática, cierto deseo de estar y ser visto y oído continúa ocupando el espacio público, y por lo que vamos viendo, conquistando instituciones.

Que esto suceda está también en la genética de la democracia occidental: que mientras elites apoltronadas se desgañitan por blandir la amenaza desestabilizadora del movimiento “de los de abajo”, estos últimos escalan posiciones, señalan problemas, diseñan cambios. Eso ha hecho la democracia occidental históricamente: posibilitar el cambio. Y cuando ha dejado de hacerlo, hemos tenido que dejar de hablar de democracia.

 

Se hace democracia real, aquí, ahora, porque se va pensando lo que se va haciendo. Pero no se piensa de un modo resultista, queriendo dar respuesta a unas preguntas formuladas por otros. Se piensa para hacer; se piensa haciendo y de ese modo se van generando nuestras propias preguntas. Gracias a que están algo locos estos demócratas estamos inmersos en un ciclo electoral que nos llevará, previsiblemente, de esta primavera en que comenzamos a pisar el freno que ralentizará el frenesí de este último año de nuestras vidas, a un invierno que dará paso a lo que está por hacer. A todo.

Pero es verdad, mientras tanto, sentimos como los soldados del poema de Ungaretti:

Se está como

en otoño

en los árboles

las hojas.

 

Noelia Adánez

 

 

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