El personaje femenino de Saronjini, hablando a su hermano Willie en un café de Berlín, ambos emigrantes indios, después de haber sido abordados por un vendedor de rosas tamil:
“All the history you and people like you know about yourself comes from a British text book written by a nineteenth-century English inspector of schools in India called Roper Lethbridge. Did you know that? It was the first big school history book in India and it was published in the 1880s by the British firm of Macmillan. That makes it just twenty years or so after the Mutiny, and of course it was an imperialist work and it was also meant to make money. But it was also a work of some learning in the British way and it was a success. In all the centuries before in India there had been nothing like it, no system of education like that, no training in that kind of history. Roper Lethbridge went into many editions and it gave us many of the ideas we still have about ourselves. One of the most important of those ideas was that in India there were servile races, people born to be slaves, and there were martial races. The martial races were fine, the servile races were not. You and I half belong to the servile races. I am sure you know that. That is why you have lived as you have lived. The Tamils selling roses in Berlin belong wholly to the servile races. That idea would have been impressed on them in all kinds of ways. And that British idea about the servile and the martial races of India is utterly wrong. The British East India Company army in the north of India was a Hindu army of the upper castes. This was the army that pushed the boundaries of the British Empire almost to Afghanistan. But after the great Mutiny of 1857 that Hindu army was degraded. Further military opportunities were denied to them. So the warriors who had won the empire became servile in British propaganda, and the frontier people they had conquered just before the Mutiny became the martial ones. It is how imperialisms work. It is what happens to captive people. And since in India we have no idea of history we quickly forget our past and always believe what we are told. As for the Tamils in the south, they became dirt in the new British dispensation. They were dark and unwarlike, good only for labour. They were shipped off as serfs to the plantations in Malaya and Ceylon and elsewhere. Those Tamils selling roses in Berlin in order to buy guns have thrown off a great weight of history and propaganda. They have made themselves a truly martial people, and they have done so against the odds. You must respect them, Willie.” [V.S. Naipaul, The Magic Seeds, capítulo «The Rose-Seller», pp. 6-7].
La historia, como disciplina, no está en crisis. Más bien parece que está a la defensiva. Tampoco puede decirse que haya perdido importancia o relevancia académica o política. De hecho, parece interesar de una manera renovada a los académicos, a los políticos y al público en general. Este renovado interés se percibe en, al menos, tres aspectos diferentes. En primer lugar, en una reconsideración de la oposición consolidada tras la Segunda Guerra Mundial entre historia y ciencias sociales; en segundo lugar, en un interés creciente por la historia, en sus varios sentidos, como pasado, contexto, experiencia, etc.; y, por último, en una considerable efervescencia y diversificación de líneas de análisis y discursos dentro de la propia disciplina.
Sin embargo, esta renovación sucede casi al mismo tiempo en que se revisan seriamente los presupuestos epistemológicos de la historia, algo que tiene que ver con la quiebra del concepto y el programa de la modernidad. Las nociones de linealidad, progreso e inteligibilidad del futuro a partir de la experiencia pasada, considerada como magistra vitae, han entrado definitivamente en crisis. Esto ha obligado a redefinir el estatus de la historia y sus usos o, dicho de otro modo, sus dos dimensiones esenciales: como instrumento que 1) no solo describe sino que 2) también configura la realidad, en la medida en que le atribuye significado y, consecuentemente, convierte la historiografía en conocimiento-poder.
En efecto, el imaginario social moderno se construyó sobre dos categorías: el sujeto y la historia, lo que supuso construir al primero como una entidad inmutable que transcurría en la línea del tiempo dirigida hacia el progreso. Se asumía la pre-existencia de un sujeto universal que podía ser comprendido gracias a herramientas metodológicas y conceptuales que, según los historiadores, escapaban al propio tiempo y poseían una suerte de condición analítica y ahistórica. Esta es la sustancia del programa ilustrado en materia de filosofía de la historia, lo que hace que se torne en una suerte de profecía autocumplida: el relato histórico siempre visita el pasado para verificar un presente de sujetos racionales en constante progreso.
Los parámetros de la posmodernidad son, sin embargo, otros muy diferentes, de acuerdo con los cuales el pasado se percibe como un proceso multipolar y descentrado, variado y discontinuo, en el que las identidades surgen de la competencia y el azar y en el que el cambio histórico, a menudo, se explica como el resultado, en el mejor de los casos, de fracasos adaptativos más que de éxitos de diferente grado. Los sujetos protagonistas, sus identidades y representaciones, sus motivaciones y acciones subsiguientes cambian en ese flujo histórico.
La historia es, por tanto, en sí misma un discurso conflictivo y, como discurso, poseerá siempre alguna suerte de carga autobiográfica (individual y colectiva). La autobiografía, con forma de memoria o sin ella, como invocación del pasado, puede ser el primer aliento del relato histórico, que se presenta entonces como un eco de resonancias a veces ilimitadas o como un grito abruptamente silenciado. Parece por tanto pertinente tender a captar esos sonidos a través del estudio de la cultura.
Lo que ocurre es que el peso extraordinario que “lo cultural” ha adquirido en la disciplina no acaba de escapar a la interpretación moderna de “cultura”, según la cual ésta se concibe como un marchamo con el que certificar la calidad (y la actualidad) de lo que se produce, por diverso y desigual que sea. Sin embargo, el universalismo, racionalismo y elitismo del concepto de cultura, propio del programa de la Ilustración, se ha fracturado a favor del concepto más dúctil y diverso de la interculturalidad.Desde esta perspectiva, todo producto historiográfico se considera como el resultado de procesos de identificación e hibridación que atestiguan luchas por el poder y situaciones contingentes.
Si la escritura de la historia es un acto intercultural y, por tanto, necesariamente fragmentario y abierto, también es un acto político cuya dimensión no es simplemente racional, sino sobre todo expresiva. Pensar así la producción historiográfica conduce no sólo a romper con la idea moderna de política, basada en asunciones de muy largo recorrido que partían de la distinción clásica entre mito y logos propia de la canónica y etnocéntrica filosofía política, sino también a considerar los textos más representativos de la filosofía política occidental como mitos fuera de contexto que precisan ser reconsiderados como resultado de una convención tan histórica como disciplinada dentro de los departamentos de filosofía política y ciencia política.