
Quien se aventure en los orígenes de la historiografía profesional probablemente se tope con el miedo, con el pavor que sintió Europa una vez desencantada con una historia —la sagrada— que nos consolaba al abrigarnos con la existencia de un principio (Génesis) y un final (Apocalipsis). Por entonces los europeos vivimos con la conformidad de que los acontecimientos discurrían por la segura dirección de la salvación (para algunos). La secularización, sin embargo, abrió de par en par las puertas del futuro, situándonos ante el abismo de la incertidumbre. ¿Hacia dónde se encaminaba la humanidad una vez desaparecida la ilusión del esperado Reino de Dios en la Tierra? El temor hacia un destino incierto nos obligó a escoger a determinados sabios para que se especializaran en rastrear el pasado en busca de regularidades con las que confirmar la existencia objetiva de leyes de la historia que guiaran nuestras acciones. El descubrimiento del Sentido de la Historia no fue sino el alimento de todas las Filosofías de la Historia elaboradas desde el siglo XVIII como remedos seculares contra la incertidumbre. Y el pronóstico, frente a la profecía, fue la principal obsesión de los historiadores profesionales, una obsesión que se nutrió de métodos cada vez más sofisticados con los que objetivar un reconfortante saber.
Es el mismo miedo que opera en el maestro o el profesor de historia, difusor incansable de dos ideas con las que conjura nuestro temor: que la historia se repite, de manera que aprenderla nos impedirá volver a tropezar en la misma piedra; y que la historia es un desenvolvimiento de acontecimientos donde el futuro es, salvo excepciones, sinónimo de progreso. Da igual que el primer enunciado se asiente todavía en la noción de tiempo cíclico, sagrado, mientras que el otro se articule en la idea moderna del tiempo lineal y progresivo. Con tal de conjurar el miedo a nuestra arbitraria existencia mediante la idea de que la naturaleza humana es inmutable, vale la pena internar un apaño; a fin de cuentas la infinita mejora del ser humano puede alcanzarse a través de la reiteración de nuestros aciertos y la evitación de nuestros errores. Todo atado y bien atado. O no.
Que los alumnos que ingresan en las facultades de historia con tal interpretación del devenir después de que los dramáticos acontecimientos del siglo XX —Auschwitz, Perm-36, Chernobyl, Hiroshima, Camboya y un largo etcétera— invalidaran todas las previsiones sobre el destino de la historia y la naturaleza del ser humano es un pésimo dato. Una mala noticia que dice mucho sobre quienes elaboran unos programas docentes donde la historia es una narración de constante mejoramiento humano que comienza con los logros del mismísimo Homo Sapiens; donde no importa finalizar tal programa siempre que se demuestre que cualquiera tiempo pasado fue peor que el período histórico que se ha conseguido impartir.
Lo peor es que los futuros profesionales de la historia y sus maestros sigan viviendo del confortable mito de que la historia se repite. La reiteración es natural si lo que se persigue es que no se abra la espita de la incertidumbre sobre quiénes somos y hacia dónde vamos, nos desencantemos y acabemos cuestionando toda la disciplina por su incapacidad para haberlo pronosticado. Da igual que las filosofías de la historia se hayan revelado como meras narrativas para darnos viejos consuelos, o que la naturaleza humana sea un imperfecto que nunca se completa, o que nuestros fundamentos éticos y estéticos sólo sean convenciones temporales compartidas. Da igual que la historia económica, la sub-disciplina más cientificista, no haya sabido acertar con la crisis socioeconómica que nos asola. En suma, da igual que la historiografía ya no nos sirva para aliviar, con sus pronósticos, nuestros miedos. Con todo, nacida del miedo, la disciplina sigue alimentándose del miedo, aunque ahora de otro tipo, más endogámico: del miedo a que se derriben sus muros disciplinarios, un miedo que paraliza incluso la reflexión sobre sus fines sociales.
Reconociendo la ilusión de todo pronóstico, quizá este derribo del castillo académico sea una buena conclusión para una historia nacida y alimentada de miedo, aunque sólo sea porque así podría surgir una nueva historiografía que nos permitiera abordar el pasado no para confortarnos con alienantes pronósticos sino para ayudarnos a convivir con ironía nuestra arbitraria temporalidad.