Francisco de Goya: Disparate conocido (1815-1819)
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Narrar el pasado, como narrar el presente, solo puede tener un componente político. Bien lo sabían los cronistas antiguos, medievales y modernos y sus señores y mecenas, reyes, emperadores y papas. Desde que el oficio de “contar-nos” devino la disciplina de la Historia, es decir, el conjunto de instituciones que definen el marco en el que hacen su labor los historiadores profesionales, la Historia con mayúsculas se vistió con gusto, o creyó o pretendió vestirse, los ropajes de la razón, la ciencia y el estado-nación. Escribir, hacer historia, siguió teniendo una vertiente política de la que es testigo la conciencia y el compromiso de algunos de sus principales nombres en el pasado reciente. Ahí están los ejemplos de Marc Bloch y Otto Brunner por recordar dos historiadores con posiciones políticas y de naciones distintas dentro de los especialistas en siglos tempranos o Eric Hobsbawn y Joachim Fest entre los contemporaneistas. Desde mediados del siglo XX, excepto los historiadores marxistas, y con más nitidez desde el final de las grandes utopías de la década de los sesenta, los historiadores han ido abandonando un ágora pública que se removía con demasiados planteamientos nuevos para refugiarse en sus departamentos, en sus áreas de especialización, en sus anaqueles, bibliotecas y ordenadores. Buscaron el pedestal de la academia, la protección de la objetividad para dejar una escena, que comenzaba a cuestionar los paradigmas de la Modernidad y se lanzaba a la crítica del discurso y del monopolio del experto, a periodistas, politólogos, economistas y sociólogos.
En España, en los años 80-90, el ámbito de la política iba desertando del foro de la sociedad civil y se identificaba con el quehacer cotidiano “de los políticos” y sus agendas. Para los historiadores, el mundo de “la política” se con-formaba como el de la contaminación ideológica, la instrumentalización de los hechos, el de los medios de comunicación, el conocimiento superficial, mundano, abierto a todo el mundo, el de la polémica, el del subjetivismo, la memoria, el pasado reciente, ese que no se puede evaluar “objetivamente” porque no ha sedimentado lo suficiente. La Historia académica con aires de dama del siglo XIX se retiró para no mancharse las manos en el fango común, excepto en la voz de algunos popes que se desgañitaban en gritar a esos oídos sordos de las masas sobre la blasfemia de interpretar la historia entre todos y para todos. El enroque en la “torre de la ciencia” ha tenido como consecuencia que la historia en España esté totalmente “politizada” y “despolitizada” en el peor sentido en ambos casos.
Desde el Franquismo y su epígono la Transición, los historiadores españoles se definen de “izquierdas” o de “derechas”, radicalmente. La etiqueta no tiene gran significado en cuanto a calidad de la investigación, de los equipos, de la docencia o del compromiso ético-moral con la sociedad que financia y sustenta su actividad. La etiqueta refiere a que uno es “progre”, vota a IU o PSOE, va sin traje, es más informal en las relaciones con estudiantes y compañeros o es “facha”, vota al PP, viste con corbata y es más formal en las relaciones personales y profesionales. Cuando hay reuniones académicas visten todos iguales. Al menos, durante la Transición unos se alineaban con la historiografía positivista, institucional y política y los otros con el marxismo británico, la escuela francesa de los Annales y la Historia social. Hoy en día, nada los diferencia. Con el tiempo, todos escriben historia social, todos tienen parecidas metodologías hasta casi las mismas interpretaciones, todos tienen los mismos índices de absentismo laboral, todos se ocupan “de lo mío”, todos obstruyen cualquier cosa que no les incluya o se haga en su nombre, todos han entrado sorteando con mayor o menor suerte la connivencia con la corrupción que supone nuestro sistema de reclutamiento académico, todos pensaron que se hacía justicia “cuando por fin les tocó a ellos la plaza”, todos guardan el pacto de omertá tras la honorabilidad académica y la mayoría está contra Bolonia porque viene a mercantilizar la universidad.
La etiqueta marca una divisoria virtual, imaginaria, inexistente, pero radical, una línea de fractura de quienes están a un lado o a otro, quienes son amigos y quienes son enemigos, una frontera invisible que recorre todos los departamentos, incluso los pasillos de universidades y centros de investigación del país. La “mala politización” tiñe todos los aspectos de nuestra práctica académica y sesga todos los debates. En los departamentos de la Universidad la derecha y la izquierda no se hablan, tampoco en los de los centros del CSIC nacional. Los becarios nuevos que entran lo hacen marcados por quienes les han firmado la beca y se pueden encontrar ya con un panorama congelado de relaciones humanas teniéndose que enterar, lo antes posible, de cuál es “la situación en el Departamento”, que en un esperpento Valleinclaniano suele perpetuar antiguos conflictos, anecdóticos la mayoría de las veces, entre catedráticos de la noche de los tiempos. Los congresos y seminarios se hacen entre amigos, nunca se leen los artículos de los enemigos a no ser para atacarlos. Se hacen reseñas de amigos para no poner peor las cosas y se invita a los conocidos a las publicaciones en las que se tiene presencia en los consejos editoriales.
Incluso los temas de investigación tienen una cierta adscripción política: la derecha investiga sobre los concilios, las órdenes monásticas y la Iglesia, sobre Isabel la Católica, sobre las cruzadas, la Inquisición, sobre la hacienda y la fiscalidad, sobre el comercio, sobre las Luces, sobre las dictaduras militares, sobre el derecho, la política y las instituciones. La izquierda investiga sobre la comunidad campesina, el poblamiento, la clase obrera, los conflictos y las revueltas sociales, los comunales, los discursos de legitimación, las prácticas del poder, el dominio monástico, la crisis del XVII, la imposición del estado liberal, la Segunda República y la guerra civil. Los recientes desarrollos historiográficos (historia de las mujeres, infancia, la muerte, emociones colectivas) se dan “en los dos bandos”, pero de manera aislada, no se hablan entre sí, no se mezclan en ningún foro, manteniendo esta escrupulosa frontera invisible. La guerra es total entre bandos-linajes (hay mucho de parentesco de consanguinidad y afinidad en ello) que, sin embargo, comparten la misma cultura y prácticas políticas, el mismo ethos de favorecer a sus amigos y no relacionarse con los enemigos desde todas las instancias posibles: las agencias de evaluación, las concesiones de proyectos y becas, los tribunales de plazas, las promociones internas, los diseños de programas de doctorado, la articulación de proyectos. La política caciquil del ochocientos de relevos que desalojaba de la administración del presidente al ujier sigue aquí: no hay consenso sobre medidas relevantes para el departamento, para los estudiantes, para la sociedad, todo son críticas ajenas y laudas propias. Nadie templa gaitas.
En Gran Bretaña o EE.UU. a nadie le preocupa la posición política de los colegas en los Departamentos e Institutos de Investigación. Sin duda se conocen las simpatías y las inclinaciones políticas de los colegas, desde luego se confiesan las adscripciones historiográficas y teóricas en las publicaciones, pero no afecta a la producción científica, ni a la suerte profesional de cada quisque; no determina los votos en las estrategias del departamento, ni las relaciones profesionales y menos las personales. En España, sí. Es clave “hacer pasillo” para conocer cómo está el mercado político de influencias, de redes de relación, de validos y validas. No hay forma de hacer ciencia en este contexto, no hay forma de tener ideas fructíferas, discusiones, debates, equipos docentes, equipos de investigadores, publicaciones de calidad, agencias de evaluación, universidades de excelencia, ni siquiera construir teorías fuertes con horizontes ambiciosos. No se puede.
Pero, como decíamos, a la vez, la Historia en este país está totalmente despolitizada en el peor sentido. No se trata solamente de la ausencia de nombres y firmas en los grandes medios de comunicación de prensa escrita o audiovisual. Cuando se les pregunta a estos historiadores de bandos tan enconada y estérilmente enfrentados, sobre su papel en la sociedad del presente, sobre su compromiso social, sobre los objetivos que orientan su investigación no saben qué contestar más allá de la retórica pedagógica de las habilidades transversales, el cliché ciceroniano de no repetir errores pasados o el axioma manido de la conexión entre presente y pasado. De nuevo la unanimidad se apodera de las filas, cuando las políticas públicas se cuelan de rondó y limitan, fracturano suspenden los estudios de Historia. Entonces sí, el clamor es general, la unanimidad expresiva. Todos están de acuerdo en las malas políticas científicas, en la falta de horizontes de nuestros políticos que no ven la crucial función de la Historia, la necesidad de mantenerla en los programas de educación, de darle un lugar destacado en los marcos de investigación, en las subvenciones públicas, en no mancillarla conectándola directamente con el rentabilismo o utilitarismo político o con las presiones del mercado. El clamor vuelve a ser universal cuando la iniciativa ciudadana reclama más protagonismo en el análisis del pasado. Malos tiempos para los historiadores ahora que la gente tiene los niveles de alfabetización, la curiosidad y madurez intelectual, los medios técnicos y la conciencia de querer tener su propia voz en la interpretación del pasado, de querer construir una sinfonía polifónica a varias voces. Ante este florecer de la sociedad, los historiadores se reservan para los “debates serios”, las tertulias de “expertos” donde los lenguajes y las actitudes están dadas, las columnas individuales, “tribunas” –las llaman-, de periódicos consagrados, los programas y revistas de divulgación específicamente de Historia.
La confusión entre la política como “el ejercicio de los políticos profesionales” y la política como lo que importa a la comunidad tiene como consecuencia este retiro de los historiadores en la pretensión de hacer de la historia “el ejercicio de los historiadores profesionales” y no de lo que manifiesta la gente. La idea esconde el objetivo de los profesionales de la Historia de hacer lo que hacen, es decir, lo que les gusta, y como lo hacen, en general solos; la aspiración de seguir viviendo en una burbuja de cristal tan inalcanzable intelectualmente como en sus prácticas. La idea se presenta tras la creencia ofuscada de que de esta manera se preserva el pasado prístino para la ciencia, más profundo, más potente cuanto más alejado del debate público. Sin embargo, cuanto menos debate público, menos ciudadanía comprometida con sus ideas y con su pasado, con su presente y con la construcción del futuro; cuanto mayor la constricción de las interpretaciones y de las iniciativas, más superficial nuestro conocimiento, más fatuo, más pigmaliniano, más pobre, más sinsentido, más inservible, menos anclado socialmente, más muerto. La política es consustancial a la historia, la enriquece, le da sentido y ganas de vivir, es decir, crea su horizonte de utopías e ilusiones, orienta sus preguntas hacia el pasado, incardina sus aportaciones. La variedad y diversidad narrativa que surge desde la sociedad es la respuesta a la relevancia de la historia y de sus posibilidades de hacer sentir, pensar y vivir. Ya sólo falta que nuestros historiadores de “izquierdas” y “derechas” quieran poner un poco al pairo su solvente y segura posición académica.