“Hemos hecho lo que teníamos que hacer, nuestros padres se han esforzado muchísimo por nosotros y ahora… gano más aquí limpiando en un hotel que como ingeniera química en España”. Lo dice con conmovedora resignación y no menos rabia, María José, ingeniera química de 30 años -emigrada como otros 20 mil españoles a Edimburgo- uno de tantos testimonios similares captados en el reciente documental de la cineasta Iciar Bollaín, En tierra extraña.
María José no está sola. Y no lo digo por la ristra de entrevistas similares recogidas por el documental en Edimburgo, ciudad en la que existe hoy una alta probabilidad de que un ciudadano español con un abultado currículum te atienda en un restaurante, haga la cama de tu hotel o te atienda en un comercio. Lo digo porque estamos cansados de ver historias de vida similares, de brillantes investigadores que preparan la maleta junto con la defensa de la tesis doctoral. Que vivirán durante un largo tiempo con lazos forjados por la conexión del Skype, hasta que echen sus propias raíces y sus propias redes en el país de acogida.
Pero es necesario que estos casos nos suenen, y no se mire a otro lado sin buscar explicaciones. No se cambie de canal para seguir viendo Españoles por el mundo o sus sucedáneos autonómicos (¿alguien lo sigue viendo?). Sigo. Leticia Díaz la experta en biocomputación de la Universidad de Jaén que no cobraba ni un duro en su proyecto de investigación (genética del autismo) y que la Universidad de Harvard fichó para costear su tesis de un año.
Eso sin contar la emigración de expertos/as en Ciencias Sociales -en España, hermana pobre del I+D+i- a juzgar por los esfuerzos del Ministerio de Educación, al darle a los doctorandos en ciencias sociales un estatus distinto, elevando la nota mínima para postular a la Beca MEC a 8, en circunstancias en que la mínima para ciencias exactas es 7. Pero esa es quizá otra línea de debate.
Sumergirse en las cifras que tratan de cuantificar el número de españoles jóvenes y altamente cualificados que se encuentran en esta situación es un baile del que resulta difícil salir sin la sensación de que le toman a uno el pelo. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) desde 2008 hasta 2013 ha crecido un 41% el número de jóvenes españoles que han emigrado al extranjero, pero es difícil saber qué porcentaje tiene estudios universitarios. Otro informe de la OCDE fechado en 2011 –cuando todos conocíamos a alguien con estudios que se había ido a buscar la vida y no en 2013 cuando ese alguien con estudios eres tú- señala que el 39% de los españoles de entre 25 y 34 años tienen un título de educación superior.
Sigo buscando en este mar de cifras ad hoc, sin obtener ninguna que se acerque a lo que busco: Según la primera encuesta europea a emigrantes post crisis (¿qué significará eso?) procedentes del sur de Europa y de Irlanda, “nueve de cada diez de los emigrantes de esta oleada emigratoria tienen un título universitario”.
Otra opción es consultar el PERE, el padrón de españoles residentes en el extranjero o extrapolar los datos del registro de los consulados de España en las ciudades con mayor número de inmigrantes españoles en el mundo ( esto da 700 mil personas). Pero sabemos que ni el PERE se actualiza con frecuencia, ni todos los españoles se registran en sus respectivos consulados.
Me niego a cruzar estos datos encontrados, aunque conozco a colegas que lo hacen, amparados por la presión de los editores y la búsqueda de un titular impactante. Me voy a las valoraciones, aunque también aquí puede haber sorpresas, como la valoración de la demógrafa Carmen González Enríquez, del Real Instituto Elcano, para quien el fenómeno migratorio de jóvenes cualificados “no es una fuga de cerebros, ya que la formación de los que se marchan no es excepcional”.
La demógrafa restringe el concepto a aquellos cuya vocación es «la investigación, la ciencia y la tecnología» a quienes identifica con los “doctorados que se van” (o sea un licenciadito cualquiera no es un cerebro fugado). Defendiendo lo indefendible, González Enríquez concluye en que en este campo “importa más la calidad que la cantidad, argumentando que esta emigración no es un fenómeno ligado a la crisis, aunque ésta lo haya aumentado».
Aunque el gobierno y todo su aparato estadístico, mediático y consultivo se esfuerce por llamarlo movilidad o se esmere por borrar la vinculación evidente de esta expatriación con la crisis, lo cierto es que estamos frente a un problema presente que, inevitablemente, se proyecta hacia el futuro y establece un vínculo con el pasado, con esa tradición migratoria del español bajo el franquismo. Esta nueva emigración revive, sin que esta vez el bagaje académico permita esquivar un inminente desastre, que parece no asustar a nadie, ni siquiera si lo pintamos como un plan perfectamente diseñado durante la transición.
Es ridículo o casi superficial trasladar la discusión del exilio económico de los jóvenes españoles solo al nombre del fenómeno o al porcentaje de los emigrados. Ya lo dicen los jóvenes de la Marea Granate: “No nos vamos, nos echan”, más claro imposible y si aún hubiera dudas, lo dejan claro en su manifiesto: “Nuestra situación actual como emigrantes es el resultado directo de las políticas económicas y el aumento de la injusticia social llevados a cabo en España. La corrupción, fomentada por un sistema sin escrúpulos, tanto a nivel nacional como a nivel global, nos robó nuestro espacio y la inexistente democracia, nuestra voz. Una minoría enferma de codicia, toma las decisiones que nos pertenecen en su propio y exclusivo beneficio. Denunciamos el papel actual de la Troika (UE, BCE y FMI) y el voto rogado”.
Echo en falta trasladar la discusión, por ejemplo, a la proyección de la ausencia de esos profesionales en 2030. ¿Qué consecuencias traerá para la formación de formadores, en las ciencias sociales, en la ciencias exactas, en tecnología? ¿Cómo supliremos esa carencia? ¿Existe una diferencia entre los migrantes que se van a Latinoamérica y los que emigran a Europa? ¿A mayor distancia física, mayor posibilidad de quedarse definitivamente? Demasiadas preguntas que necesitan respuestas sinceras, no manipuladas. En definitiva necesitamos a científicos que las estudien. Y al paso que vamos, casi ni nos quedamos con ellos.
Miro esta ausencia con estupefacción y con conocimiento de causa. Vengo de una generación de profesionales chilenos, que vio imposible realizar estudios de postgrado en su país debido a las altas tasas de master y doctorados que tenían incluso las universidades públicas. Un sistema educativo como el chileno altamente cuestionado en el último tiempo, en torno a las oportunidades reales de acceso. Muchos de mi generación, echamos cuentas y nos vinimos fuera porque aún con manutención nos resultaba más barato venir a estudiar a España.
También de cierta manera “nos echaron”, porque nuestros padres y abuelos sí habían ido a la universidad sin pagar un peso. Chile es un ejemplo de pérdida de conquistas sociales forjadas durante gobiernos democráticos visionarios y líderes en educación en la región, hasta que llegó la dictadura, el neoliberalismo a ultranza en la educación y en la sanidad, y lo destruyó todo. Todo, al punto de que hoy pasados 14 años desde mi exilio, miro con extrañeza a los que se quedaron y me pregunto si los profesionales “fugados” que no volvieron sentirán o no algo parecido.
“Si no hay reacción, los nuevos flujos migratorios de alta cualificación serán una sangría o pasarán de largo. No harán sino incrementar la brecha que separa al Norte del Sur” rezaba la editorial de El País de mayo de este año, meses más tarde, la reacción aún no aparece.
Carolina Espinoza Cartes