«Al caer la noche, vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo de aquel traje de la jornada, lleno de lodo y lamparones, para vestirme ropas de corte real y pontificia; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la antigüedad. Recibido de ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es privativamente mío, y para el cual nací. En esta compañía, no me avergüenzo de hablar con ellos, interrogándolos sobre los móviles de sus acciones, y ellos, con toda humanidad, me responden. Y por cuatro horas no siento el menor hastío; olvido todos mis cuidados, no temo la pobreza ni me espanta la muerte: a tal punto me siento transportado a ellos todo yo. Y guiándome por lo que dice Dante, sobre que no puede haber ciencia si no retenemos lo que aprendemos, he puesto por escrito lo que su conversación he apreciado como lo más esencial, y compuesto un opúsculo De Principatibus, en el que profundizo hasta donde puedo los problemas de este tema: qué es la soberania, cuántas especies hay, y cómo se adquiere, se conserva y se pierde.»
Nicolás Maquiavelo, Carta a Franceso Vettori [10 de diciembre de 1513] (leer la carta completa)
La cita podría parecer cosa de un loco. Hablar con los muertos, ¡menuda ocurrencia! Si no llevase la firma de Nicolás Maquiavelo, la afirmación sería motivo seguro de mofa entre todo tipo de lectores, expertos y legos por igual. Como mínimo ha de producir perplejidad cuando no menosprecio de partida. Pero esa reacción lo que revela son prejuicios enraizados en nuestra cultura histórica.
El pasaje pone de manifiesto algo que no debería necesitar mayor discusión: que las maneras de entender el tiempo histórico son convencionales y están sujetas ellas mismas a la contingencia. Culturas diferentes alientan representaciones distintas sobre las relaciones entre el pasado y el presente (y el futuro). Ante esto no deberíamos reaccionar con perplejidad sino con interés. De hecho, ¿podemos decir que conocemos realmente cómo es nuestra concepción de la historia si no es por contraste con alternativas como la que aquí aparece?
Pero hay más. Porque la cita no es de cualquier autor, sino del padre de la filosofía política moderna. Entre el momento en que Maquiavelo escribió y su posteridad se produjo una radical transformación en la concepción del tiempo, que nos hace ver la opción del florentino como extraña, además de imposible. Para nosotros, Maquiavelo está declarando hablar con muertos, pero en realidad lo que ocurre es que participaba en una cultura cuya relación con el pasado, con la historia, no ha pasado a formar parte de la tradición de pensamiento que él vino a fundar, y con la que todavía hoy pensamos la política y la sociedad.
El diálogo de Maquiavelo participa de la paradoja del humanismo: en sus esfuerzos por dialogar sin mediaciones con la antigüedad clásica, en sus esfuerzos por restaurar ese pasado en su pureza original, los humanistas descubrieron al mismo tiempo la distancia histórica entre ambas épocas. Buscando dialogar lo más directamente posible con griegos y romanos, arrancaron un proceso filológico que llevaría a la instauración, siglos después, de una distancia temporal insalvable. ¿Es Maquiavelo entonces nuestro antepasado común, o más bien pertenece a una cultura ajena, a otra tribu?
Esta pregunta no resulta ociosa a juzgar por la función que la historia desempeña en la gestación de su pensamiento. Según viene a confesar en esa carta, una parte esencial de su aprendizaje intelectual parece haber dependido del diálogo que entablaba con los grandes pensadores de la Antigüedad, muertos cientos de años atrás. Como mínimo, tenemos que reconocer que no podemos aspirar a comprender su pensamiento sin tener en consideración la representación del tiempo en que éste se funda; pero surgen otras cuestiones pues, ¿pueden pertenecer a una misma tradición de pensamiento dos maneras tan distintas de valorar la función del pasado sobre el conocimiento, la que contiene esta cita y la nuestra?
No sabemos qué pensaría Maquiavelo de esto, como tampoco sabemos que pensaría al verse nombrado como fundador de la tradición de la política moderna sin que se le reconozca valor a su visión del tiempo histórico. Y en parte no lo sabemos porque la cultura histórica que domina en Occidente desde hace más de doscientos años no se ha tomado en serio las implicaciones del método de aprendizaje que el florentino dejó esbozado en su carta, y en el que el diálogo con los muertos es un requisito esencial. Por norma, los modernos no dialogamos con los muertos; no ya con los que tenemos una vinculación sanguínea o afectiva, sino ni siquiera con aquellos que consideramos antecesores valiosos de nuestras ideas o maneras de ver el mundo, como puede ser el caso de Maquiavelo.
El menosprecio de esta opción es puramente convencional: la perplejidad de nosotros los modernos delata los prejuicios enraizados en nuestra cultura acerca de la relación entre el pasado y el presente. El hecho mismo de no aceptar la posibilidad de un diálogo con los antepasados es más bien sintomática de la degradación de la cultura histórica en las sociedades modernas. La dignificación del aprendizaje acerca del pasado pasa por aprovechar con rigor el camino marcado por Maquiavelo, siempre que no perdamos de vista que se trata de una formulación hecha en un contexto que ya no puede ser el nuestro. No podemos regresar a ese tiempo en el que se podía pensar sobre el mundo hablando con los ancestros. Pero no por ello todo lo que esa opción contiene resulta rechazable de antemano.
De algún modo, el esfuerzo por establecer este diálogo supondría un replanteamiento de una de las categorías más resistentes a todo intento de historización: el tiempo. No es difícil «ver» que en tiempos pasados otras fueron las costumbres, los vestidos, las instituciones, la organización política. Al menos, no tan difícil como cuestionarse si el entendimiento del lugar que nuestra sociedad ocupa en el desarrollo histórico no es más que una manera de ver las cosas.
(continuará…)