Por una gobernanza acerca del pasado


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Puesto que todos los ciudadanos pensamos históricamente y construimos nuestra identidad apoyándonos en imaginarios acerca del pasado y pautas de memoria colectiva, todos estamos en condiciones de contribuir activamente a la construcción colectiva del pasado.

No se trata de reconocer que la condición de ciudadano lleva aparejada la necesidad de interpretar la historia, ni menos de imponer la obligación de “conocer la Historia”: lo que necesitamos son instituciones adecuadas a nuestra libertad de pensar históricamente.

La mayor parte de las polémicas públicas imputadas a usos abusivos y sesgados de la memoria se originan en la actitud deferente por parte del Estado en temas relacionados con el pasado colectivo de los grupos y las sociedades. En ausencia de mecanismos e instancias que garanticen la participación ciudadana en la construcción del pasado, nos vemos sometidos a la imposición de políticas unilaterales por parte de instituciones que no son representativas ni de la variedad ni de la autenticidad de las pautas colectivas de memoria socialmente distribuidas.

Las políticas estatales, sean activas o pasivas, no dignifican el pensar histórico de los ciudadanos ni, menos aún, garantizan el diálogo entre pautas socialmente instituidas de recuerdo. Impiden, de paso, establecer de manera consensuada los marcos de las grandes narrativas sobre el pasado, lo cual afecta además a la calidad y la orientación de la investigación histórica de corte académico. En este orden de cosas establecido los historiadores profesionales que viven de lo público tenemos una parte de responsabilidad.

En las últimas dos décadas han proliferado en la mayoría de las democracias organizaciones cuyas actividades se centran en la recuperación de la memoria histórica. Estas organizaciones representan grupos de ciudadanos afectados por políticas de memoria anteriores o heredadas. La contribución de estas organizaciones a la formulación de políticas de memoria es imprescindible, pero a ellas conviene sumar otras formadas por ciudadanos movilizados por muy diversos objetivos que, en sus protestas, van elaborando narrativas acerca del pasado que requieren ser reconocidas.

En nuestras manos está reclamar una gobernanza acerca del pasado que, al igual que en otras esferas de la vida social, garantice la participación ciudadana en la elaboración de políticas públicas, en este caso acerca del pasado. Sin una gobernanza acerca del pasado los regímenes de memoria que se instituyen carecen de avales democráticos. En este terreno crucial y cada vez más central en la coexistimos con un déficit de legitimidad fundamental.

Una gobernanza sobre el pasado no ha de confundirse con un sistema de decisiones negociadas para imponer una u otra política. Los ciudadanos no necesitamos que nos cuenten el pasado de una u otra manera más o menos acorde con los valores convencionalmente establecidos, sean éstos los de los derechos humanos o cualesquier otros. La política que el Estado debe desarrollar en materia de memoria no debe estar animada por ningún contenido concreto; su sentido es fomentar las expresiones públicas de la memoria por parte de organizaciones, asociaciones civiles y ciudadanos. Lo que se trata de instituir es el valor mismo del pensar históricamente como un recurso fundamental de la dignidad ciudadana y la integridad moral de las personas.

Menos aún necesitamos que se nos exponga a una información por experta que se presente, neutral y “objetiva”: lo que necesitamos es, justo al contrario, la exposición a diversas interpretaciones acerca del pasado y el fomento de las narrativas alternativas. También necesitamos que las instituciones habiliten puentes para el diálogo entre expertos y no expertos, y entre distintos grupos portadores de memorias colectivas. Una gobernanza del pasado en una democracia pluralista pasa por situar al experto en el lugar que le corresponde: como un agente promotor del diálogo entre las administraciones públicas y la sociedad civil, y no como el supuestamente conocedor excluyente frente al “opinador” particular.

Sólo cuando se haga realidad que todos participamos en la construcción colectiva del pasado éste dejará de ser apropiado y manipulado por los representantes de verdugos o de víctimas. Mientras no sea de todo seguirá siendo de algunos. Sólo entonces habrá garantías de que las memorias han sido dignificadas.

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