A principios del siglo XIX, antes, durante y después de la Guerra de Independencia, hubo en España un debate interesante que alumbraba los perfiles de un género narrativo ya algo diferente de la novela dieciochesca, cuyo motivo había sido básicamente de tipo moral. Estos perfiles pendieron de la inclusión de la historia en el relato. Los fines eran dos: dotar al mismo de verosimilitud (anclarlo en “los hechos”); darle un significado político, puesto que lo político y lo histórico eran, en aquellas décadas convulsas de grandes cambios, formas complementarias de explicar lo que sucedía. Por otro lado, la novela histórica debía contribuir a la elaboración de una novela nacional, un elemento importante en la construcción de una identidad política en la que las elites venían trabajando desde el siglo XVIII.
Frente a la novela histórica per se, hubo quien, como por ejemplo el célebre liberal Alcalá Galiano, defendió la novela de costumbres. Más tarde, Mesonero Romanos o Fernán Caballero apostarán decididamente por este género, arrumbando lo histórico y liberando de esta forma al relato del lastre de “los hechos”. En algún momento interesará más ilustrar y educar, aún a costa de manipular, y para ello el relato –se dirá- habrá de centrarse en el presente, que es lo que el autor (moralista, observador), verdaderamente conoce. La idea entonces era que el tiempo transformaría ese tipo de relato en novela histórica.
En la actualidad existe una apabullante producción de novela histórica en España. Una parte muy importante de ella remite al escenario de la Guerra Civil y de la represión franquista. Esta producción posee por supuesto unas lógicas de mercado vinculadas con un fenómeno que recuerda el que se vivió en la España de la primera mitad del siglo XIX, a saber, explicar la política en clave de historia y la historia en clave de política. Esto obedece a una particular cultura histórica que se ha concretado en la necesidad de elaborar una memoria que apuntale una cierta identidad política, que otorgue visibilidad a un colectivo al que hasta muy recientemente, el trauma y las instituciones han impedido expresarse.
Para esta cultura histórica la memoria tiene una extraordinaria centralidad, lo que guarda relación con una idea de la política en la que las interpretaciones y las representaciones del pasado poseen tanta o quizá más capacidad movilizadora que lo que tradicionalmente se llamó ideologías. En suma, en un buen número de las novelas que sobre la Guerra Civil se prodigan últimamente, la historia se emplea no para proponer una reflexión acerca de lo que fuimos (como hicieron los románticos), tampoco para ilustrar e integrar en torno a una idea de lo que debe ser el Estado o para generar un consenso que lo sostenga (como pretendían los escritores del cambio de siglo XIX al XX), sino, para invocar y traer a la luz lo que hasta ahora permanecía en fría sombra.