«Existe siempre un elemento que hace que la felicidad sea tal: la capacidad de olvidar o, para expresarlo en términos más eruditos, la capacidad de sentir de forma no-histórica mientras la felicidad dura. Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo el pasado, en el umbral del momento, el que no pueda mantenerse recto en un punto, sin vértigo ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabrá qué cosa sea la felicidad y, peor aún, no estará en condiciones de hacer felices a los demás. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la facultad de olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí, vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito, apenas se atreverá a levantar el dedo. Toda acción requiere olvido: como la vida de todo ser orgánico requiere no solo luz sino también oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo histórico sería semejante al que se viera obligado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar.
(…)
»Cuanto más fuertes raíces tiene la íntima naturaleza de un individuo tanto más asimilará el pasado y se lo apropiará. Podemos imaginar que la más potente y formidable naturaleza se reconocería por el hecho de que ella ignorase los límites en que el sentido histórico podría actuar de una forma dañosa o parásita. Esta naturaleza atraería hacia sí todo el pasado, propio y extraño, se lo apropiaría y lo convertiría en su propia sangre. Una naturaleza así sabe olvidar aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el horizonte está cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay hombres, pasiones, doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general: todo ser viviente tan solo puede ser sano, fuerte y fecundo dentro de un horizonte, y si, por otra parte, es demasiado egocéntrico para integrar su perspectiva en otra ajena, se encamina lánguidamente o con celeridad a una decadencia prematura. La serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porvenir -todo eso depende, tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe una línea que separa lo que está al alcance de la vista y es claro, de lo que está oscuro y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cuándo es necesario sentir las cosas desde el punto de vista histórico o desde el punto de vista ahistórico. He aquí la tesis que el lector está invitado a considerar: lo histórico y lo ahistórico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas.»
Friedrich Nietzsche, “De la utilidad o inconveniencia de la historia para la vida” (1874) de Consideraciones Intempestivas.
«Certainly there is much to be said in favour of forgetting the collective past (…) Given that many wars and conflicts have begun as a result of some group´s need to right remembered wrongs, often to the detriment of all involved, it would seem that such forgetting must be counted a good thing. Forgetting also allows one to see one´s present condition with fresh eyes, unencumbered by old legacies or interpretations, and this in turn appears to make one better able to appreciate and effectively engage the world that actually is (…) Equally important, forgetting can help an individual perceive future possibilities in a present situation, for by letting go of the past, one necessarily becomes more cognizant of existing or emerging opportunities that lie directly at hand.
(…)
»Each of these alleged benefits of forgetting seems convincing in its own terms (…) But precisely because a stance favourable to forgetting has perhaps been to facilely and unquestioningly embraced by so many, it may be all the more imperative that we take a second look at what might be called the gains of collective remembering over those of collective forgetting. Two such gains stand out (…) First, social or collective memory gives us greater depth and breadth of awareness which can personally enrich us and stimulate creative thought and action. Second, such memory permits us to acquire a standpoint outside the present from which we can better see –and criticize- the shortcomings and aporias of the contemporary age. These two gains come, however, not my enmeshing oneself on the memory of popular culture, but by remembering what is excluded from the ruling memory schemata of our time.»
David Gross, Time Lost: On Remembering and Forgetting in Late Modern Culture, Amherst, University of Massachusetts Press, 2000, pp. 140-142.